jueves, 2 de octubre de 2008

Dolorosa desargentinización

Mi experiencia me dice que dos meses no bastan para ordenar el rompecabezas que es la realidad de un país extraño. No iba a ser distinto en el caso de Argentina y eso lo sabía de antemano, sin embargo, a diferencia de otros lugares en los que he vivido, en este viaje gozaba de un asiento con perspectiva privilegiada: la planta quinta del rascacielos donde late la redacción de La Nación, en el centro de Buenos Aires. Fui compañero de los mejores periodistas argentinos y reportero en sus calles. Hablé con policías, ecologistas, inmigrantes bolivianos, cartoneros, empresarios, sindicalistas… Aunque en cuanto formulaba una pregunta me devolvían como respuesta un, vos no sos de acá, ¿verdad?, llegó un día en que olvidé por completo que era extranjero. Por supuesto, el alemán, francés, inglés o árabe no eran esta vez muros infranqueables y Argentina, a pesar de la distancia, es quizás el país que más se asemeja a la tierra donde están mis raíces.

Hace tres semanas que aterricé en Madrid y muy a mi pesar me desargentinizo poco a poco. Con esta palabrota quiero decir que con los días voy perdiendo la originalidad que involuntariamente gané durante mi visita: ya no pregunto por el número del “celular”, “coger” el autobús deja de parecerme una obscenidad y vuelvo a dar dos besos en lugar de sellar una mejilla y apartar la cara. Pero de lo que estoy seguro es que me costará mucho más olvidarme de los buenos momentos y las amistades que hice. Un saludo a todos los que me dejé por allí. ¡Espero veros pronto de nuevo!

Despedida

miércoles, 3 de septiembre de 2008

Sucedió en Buenos Aires

Lo que viene a continuación es una historia anecdótica que podía haber sucedido en cualquier capital del mundo, pero Buenos Aires compró más papeletas que ninguna. Por favor, si alguna vez vienen a esta ciudad, (preciosa donde las haya y de la que me llevaré el mejor recuerdo), ¡miren por donde pisan!

Pozos en las aceras

jueves, 28 de agosto de 2008

La fortaleza del fútbol

Dicen de La Bombonera, la cancha de Boca Juniors, que sus gradas, casi verticales, son las más inclinadas del mundo del fútbol. Los ingenieros se las vieron y se las desearon para encajonar este estadio en el populoso barrio de La Boca en 1931, debiendo erigir incluso una pared en uno de los costados, que destinaron a tribuna de palcos. El día de la inauguración descubrieron que, sin proponérselo, habían levantado un fortín. El ruido de la hinchada quedaba aprisionado y envolvía el terreno de juego, intimidando a los desorientados jugadores visitantes. El que es considerado el mejor futbolista de todos los tiempos, Pelé, llegó a decir al final de su carrera, “jugué en todos los estadios del mundo, pero en el único que sentí la sacudida de un terremoto al saltar al césped fue en la Bombonera”.

A pesar de los rumores de mudanza del club a otro barrio de la capital, donde construir un estadio que pueda albergar al creciente número de socios, Boca Juniors resulta impensable sin su Bombonera y sin la cercanía de su ensordecedora e infatigable barra brava (así se conoce a los ultras en América Latina) de La 12. Si bien el nombre del jugador número 12 designa universalmente a las aficiones más fieles, ellos se han ganado el derecho de copyright a fuerza de no callar durante 90 minutos ni para reposar la garganta y de empujar a su equipo con más fuerza cuanto más adverso sea el marcador. Contagian su energía al resto del estadio y no les importa perderse los cinco primeros minutos del encuentro bajo una tela gigante, (tifo) con los colores de Boca. Así se vive el fútbol en Argentina, país que vuelve de Beijing sólo con 6 medallas, pero donde muchos se consideran triunfantes por obtener el laurel más apreciado, el oro en fútbol.

Periodista en La Bombonera

Durante mucho tiempo soñé con ser periodista deportivo y narrar por radio un partido de fútbol. Ese encanto que se debilitó con los años brotó por momentos el domingo pasado, cuando asistí al partido Boca - Lanús en la Bombonera con los redactores de deportes de La Nación.

martes, 19 de agosto de 2008

Costumbres menos sanas


Hay argentinos que son charlatanes estruendosos mientras que otros prefieren la discreción o el silencio. Los hay de una cultura y sabiduría portentosa (v.g. Borges) pero también los hay de una ignorancia supina; hay cretinos engreídos, así como hay humildes y respetuosos; algunos obsesionados por su físico, otros despreocupados… por eso dije que sería prudente y sólo describiría su carácter a través de costumbres y actitudes más o menos extendidas, pero ciertamente verificables, como la prisa o el detenimiento con que se mueven por la calle o sus normas de cortesía. De lo que he observado en el tiempo que llevo aquí, una de las cosas que más me desagradan es el escrache, palabra autóctona que designa la venganza colectiva contra un indeseado. (De probable etimología en el inglés scratch: arañar o marcar)

En tiempos menos civilizados la Inquisición castigó a herejes y criminales con la humillación pública en la plaza a modo de castigo ejemplarizante. La dignidad humana era entonces una entelequia y nadie osaba cuestionar la denigración de un ser abyecto y vil. También estuvo justificada la extensión de la pena a sus familiares, pues la causa última del delito eran los padres que engendraron y criaron a esa criatura maligna. La actualización de esta primitiva forma de justicia es el escrache: turbas enfurecidas que se concentran frente al domicilio del represaliado para vejar su honor con abucheos, pintadas, destrozos y el incendio de la casa, sin importar si se ponen vidas en juego. Participan niños y adultos y las televisiones retransmiten el evento en directo para todo el país, ante la anuente mirada de las fuerzas del orden que, a lo sumo, se limitan a desalojar a los amenazados.

Los escraches son los acontecimientos informativos preferidos de los canales de noticias 24 horas. Interrumpen su programación con un aviso de última hora y acto seguido conectan con un periodista en el lugar de los hechos que casi parece incitar a los vándalos para que la orgía de fuego y sangre revierta en audiencias millonarias. El espectáculo puede prolongarse durante horas, conectando esporádicamente con el cronista para dar a conocer el último parte de guerra. Al telespectador le da tiempo a invitar a los amigos a casa para tomar unas palomitas con coca cola.

La institucionalización del escrache, que aquí no parece indignar a casi nadie, trae causa de una confianza bajo mínimos en la justicia y demás poderes públicos. En su origen fueron ideados como forma de presión a los jueces para que encarcelasen a los genocidas impunes de la última dictadura militar (76-83), pero con el tiempo se popularizaron como castigo contra políticos con las manos limpias de sangre (supuestamente) y otros delincuentes, como violadores o asesinos, e incluso familiares de estos, ajenos al crimen.

Otra explicación a este fenómeno reside en las altas tasas de criminalidad y en una sensación de inseguridad que encontraría un bálsamo en la respuesta aleccionadora contra los que delinquen. En un contexto donde escasea el orden y la seguridad, el trato digno para el culpable parece un derecho demasiado sofisticado. Las consecuencias son los escraches, la vigencia de la cadena perpetua o que las cárceles sean cloacas donde se pudren los presos: el 50 % reincide al salir de la celda.

El lunes pasado cubrí un escrache en el conurbano bonaerense. El vínculo a la noticia es el siguiente:

http://www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=1041153