jueves, 28 de agosto de 2008

La fortaleza del fútbol

Dicen de La Bombonera, la cancha de Boca Juniors, que sus gradas, casi verticales, son las más inclinadas del mundo del fútbol. Los ingenieros se las vieron y se las desearon para encajonar este estadio en el populoso barrio de La Boca en 1931, debiendo erigir incluso una pared en uno de los costados, que destinaron a tribuna de palcos. El día de la inauguración descubrieron que, sin proponérselo, habían levantado un fortín. El ruido de la hinchada quedaba aprisionado y envolvía el terreno de juego, intimidando a los desorientados jugadores visitantes. El que es considerado el mejor futbolista de todos los tiempos, Pelé, llegó a decir al final de su carrera, “jugué en todos los estadios del mundo, pero en el único que sentí la sacudida de un terremoto al saltar al césped fue en la Bombonera”.

A pesar de los rumores de mudanza del club a otro barrio de la capital, donde construir un estadio que pueda albergar al creciente número de socios, Boca Juniors resulta impensable sin su Bombonera y sin la cercanía de su ensordecedora e infatigable barra brava (así se conoce a los ultras en América Latina) de La 12. Si bien el nombre del jugador número 12 designa universalmente a las aficiones más fieles, ellos se han ganado el derecho de copyright a fuerza de no callar durante 90 minutos ni para reposar la garganta y de empujar a su equipo con más fuerza cuanto más adverso sea el marcador. Contagian su energía al resto del estadio y no les importa perderse los cinco primeros minutos del encuentro bajo una tela gigante, (tifo) con los colores de Boca. Así se vive el fútbol en Argentina, país que vuelve de Beijing sólo con 6 medallas, pero donde muchos se consideran triunfantes por obtener el laurel más apreciado, el oro en fútbol.

Periodista en La Bombonera

Durante mucho tiempo soñé con ser periodista deportivo y narrar por radio un partido de fútbol. Ese encanto que se debilitó con los años brotó por momentos el domingo pasado, cuando asistí al partido Boca - Lanús en la Bombonera con los redactores de deportes de La Nación.

martes, 19 de agosto de 2008

Costumbres menos sanas


Hay argentinos que son charlatanes estruendosos mientras que otros prefieren la discreción o el silencio. Los hay de una cultura y sabiduría portentosa (v.g. Borges) pero también los hay de una ignorancia supina; hay cretinos engreídos, así como hay humildes y respetuosos; algunos obsesionados por su físico, otros despreocupados… por eso dije que sería prudente y sólo describiría su carácter a través de costumbres y actitudes más o menos extendidas, pero ciertamente verificables, como la prisa o el detenimiento con que se mueven por la calle o sus normas de cortesía. De lo que he observado en el tiempo que llevo aquí, una de las cosas que más me desagradan es el escrache, palabra autóctona que designa la venganza colectiva contra un indeseado. (De probable etimología en el inglés scratch: arañar o marcar)

En tiempos menos civilizados la Inquisición castigó a herejes y criminales con la humillación pública en la plaza a modo de castigo ejemplarizante. La dignidad humana era entonces una entelequia y nadie osaba cuestionar la denigración de un ser abyecto y vil. También estuvo justificada la extensión de la pena a sus familiares, pues la causa última del delito eran los padres que engendraron y criaron a esa criatura maligna. La actualización de esta primitiva forma de justicia es el escrache: turbas enfurecidas que se concentran frente al domicilio del represaliado para vejar su honor con abucheos, pintadas, destrozos y el incendio de la casa, sin importar si se ponen vidas en juego. Participan niños y adultos y las televisiones retransmiten el evento en directo para todo el país, ante la anuente mirada de las fuerzas del orden que, a lo sumo, se limitan a desalojar a los amenazados.

Los escraches son los acontecimientos informativos preferidos de los canales de noticias 24 horas. Interrumpen su programación con un aviso de última hora y acto seguido conectan con un periodista en el lugar de los hechos que casi parece incitar a los vándalos para que la orgía de fuego y sangre revierta en audiencias millonarias. El espectáculo puede prolongarse durante horas, conectando esporádicamente con el cronista para dar a conocer el último parte de guerra. Al telespectador le da tiempo a invitar a los amigos a casa para tomar unas palomitas con coca cola.

La institucionalización del escrache, que aquí no parece indignar a casi nadie, trae causa de una confianza bajo mínimos en la justicia y demás poderes públicos. En su origen fueron ideados como forma de presión a los jueces para que encarcelasen a los genocidas impunes de la última dictadura militar (76-83), pero con el tiempo se popularizaron como castigo contra políticos con las manos limpias de sangre (supuestamente) y otros delincuentes, como violadores o asesinos, e incluso familiares de estos, ajenos al crimen.

Otra explicación a este fenómeno reside en las altas tasas de criminalidad y en una sensación de inseguridad que encontraría un bálsamo en la respuesta aleccionadora contra los que delinquen. En un contexto donde escasea el orden y la seguridad, el trato digno para el culpable parece un derecho demasiado sofisticado. Las consecuencias son los escraches, la vigencia de la cadena perpetua o que las cárceles sean cloacas donde se pudren los presos: el 50 % reincide al salir de la celda.

El lunes pasado cubrí un escrache en el conurbano bonaerense. El vínculo a la noticia es el siguiente:

http://www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=1041153

lunes, 11 de agosto de 2008

Así son

No soy quien para sermonear sobre la idiosincrasia de los argentinos. Y menos después de tan poco tiempo de convivencia –un mes y medio-. Por eso trataré de ser prudente a la hora de bosquejar algunas valoraciones. En primer lugar, me serviré de un indicador un tanto heterodoxo, pero a mi juicio elocuente, para demostrar que los argentinos baten a los españoles en impuntualidad: en las escaleras mecánicas del metro nadie respeta la convención de dejar libre el lado izquierdo a modo de carril de alta velocidad para aquellos que andan con prisa.

La urgencia por llegar a tiempo aún no martiriza el ánimo local, pero la adaptación puede ser un tanto latosa para el visitante. Una mañana, salía del subte camino de la redacción de La Nación con el tiempo justo. Precisamente un espécimen de esa raza tan apresurada, un señor de negocios, permanecía contemplativo, obstaculizando el carril izquierdo y la ascensión se me hacía infinita. Se me escapó, inconscientemente, un chasquido de la lengua, seguido de un impertinente resoplido, que mi compañero de viaje ni siquiera advirtió. Sólo me quedó la resignación y celebrar con gusto este modo de vida más relajado.

A buen seguro que esta costumbre española, importada por supuesto de la acelerada y estresada Europa, sólo se respeta desde hace pocos años. Hoy la hemos incorporado casi como un acto reflejo, pero me pregunto cómo fue ese momento del cambio, el día de la inflexión en que la presión del reloj se impuso y empujó a unos pocos a un lado de la barandilla, para que la mayoría escalara los peldaños con la cara descompuesta, imprimiendo a nuestra convivencia un ritmo vertiginoso.

Otro atributo esencial del argentino medio es el respeto a las normas de cortesía. El saludo matutino a los colegas del trabajo no se reduce a un impersonal buenos días, El/la argentino/a le planta un beso en la mejilla a todos y cada uno de sus compañeros. Ojo, sólo uno y no dos como en España y ojo, tanto a sus compañeras como a sus compañeros.

Más de una vez me he sonrojado por no respetar las etiquetas. Por ejemplo en el ascensor del periódico. A diferencia de los países histéricos, como el de mi procedencia, en Argentina no evacua primero el más cercano a la puerta. Ladies first. Que los advenedizos observen esta regla para no verse en situaciones embarazosas, y recuerden, cada vez que crucen un umbral, dejen pasar antes a las féminas. Y si se quiere quedar como un genuino galán, ábrase la puerta del coche a las "delicadas" señoritas.

Como veis, las asociaciones de feministas no hacen mucho ruido por aquí. La fijación por las formalidades, puede llegar a ser enfermiza. Las hay de raigambre tan secular que resultan anacrónicas: ¡algunos argentinos llegan a ceder el lado interior de la acera a las hembras para, supuestamente, resguardarlas del peligro de la calzada. Y yo me pregunto, ¿de qué demonios las protegen?, ¿del riesgo de que un caballo desbocado precipite el carruaje sobre los viandantes? He aquí, a diferencia del ejemplo de la escalera mecánica, una división mental de la senda: el costado exterior, para los caballeros; las damas, “arrimaitas” a la pared, al cobijo de los impredecibles riesgos de la vía pública. Perdón, al principio prometí prudencia, pero es que…

domingo, 3 de agosto de 2008

Los apestados

Cuando oscurece los cartoneros vuelven a las calles del centro. Como los murciélagos, sólo aparecen de noche. Arrastran sus pesados carros desde las afueras, en el conurbano, y relevan, casi sin cruzarse las caras, a ejecutivos, comerciantes y turistas, que regresan a casa en subte. Toneladas de basura se amontonan en las aceras. En pocas horas estos recolectores de despedicios no habrán dejado ni un solo saco por inspeccionar. Tienen que darse prisa, antes de que el servicio municipal de la limpieza les arrebate la mercancía que les permite llevar un pan casa.

La capital mundial del cartoneo es Buenos Aires. Esta profesión, que consiste en rastrear la basura en busca de materiales aprovechables, -no sólo cartón, sino también vidrio, ropa o alimentos-, da de comer a más de 5.000 familias, según el último censo oficial. La cifra queda lejos de los 40.000 cartoneros de 2001, cuando la economía argentina se desplomó y camareros, albañiles o empleados domésticos se vieron abocados a sobrevivir fisgoneando entre los residuos.

Aunque digan que hoy son menos, a la vuelta de cada esquina hay uno de ellos, sólo o en familia –incluidos los hijos menores- con su carro a cuestas, o zambulléndose en las bolsas de basura. La imagen de un mendigo revolviendo en un contenedor, aunque desoladora, nos es familiar, pero el impacto de esta procesión multitudinaria de hambrientos sacude la conciencia. Por miedo, nadie se acerca a ellos, pero son menos peligrosos y más abnegados que aquellos otros miles que aun sin nada que llevarse a la boca, se quedan mirando y tratan de ganarse la vida a costa del daño ajeno. En Noche de cartoneros, a continuación, se recogen algunos de los crudos testimonios e imágenes de la noche de Buenos Aires.

sábado, 2 de agosto de 2008